martes, 29 de abril de 2008

Considereaciones Generales

Estimados participantes,
aquí les dejo las ponencias que me han sido enviadas hasta el momento por ustedes.
En el margen izquierdo encontrarán los autores de cada una, y haciendo click sobre el vínculo se les redireccionará directamente hacia la misma.
A su vez pueden al final de cada ponencia dejar comentario o consideración al respecto.
Desde ya muchas gracias por participar. Los saluda muy atentamente.

Eduardo Forte

Programa del Coloquio

Programa del Coloquio

CONSORCIO LATINOAMERICANO DE LIBERTAD RELIGIOSA

COLOQUIO 2008: “Asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas y de Seguridad”

Buenos Aires, 30 de abril de 2008

Lugar: Fundación Navarro Viola

Avenida Quintana 174

Teléfono: (011) 4811-7045

PROGRAMA:

8.30 Recepción

8.45 Bienvenida (Norberto PADILLA – Juan G. NAVARRO FLORIA)

9.00 Relación general (Jorge PRECHT PIZARRO)

9.30 Argentina (Luis M. De RUSCHI)

10.00 Debate

10.30 Intervalo

11.00 Brasil (Adam KOWALIK)

11.20 Colombia (Vicente PRIETO)

11.40 México (Alberto PATIÑO REYES)

12.00 Debate

12.30 Almuerzo

14.30 Estados Unidos (Scott ISAACSON)

14.50 Uruguay (Carmen ASIAÍN PEREIRA)

15.10 Debate

15.40 Intervalo

16.15 Perú (José Antonio CALVI)

16.35 Chile (Valeria LÓPEZ)

17.0 Debate conclusivo.

18.0 Cierre del coloquio

19.0 Asamblea del Consorcio Latinoamericano (sólo para miembros)

20.30 Fin de la Jornada.

Roberto Bosca

EL ACUERDO DE 1957

Roberto Bosca

La pastoral castrense. El pontificado de Pío XII. El Derecho Público Eclesiástico. El gobierno de la Revolución Libertadora. La gestión de Manuel Río. Antecedentes mediatos e inmediatos. El Acuerdo y el régimen legal argentino. Conclusión.

En una visión un tanto superficial como la que suele tener sobre temas específicos o técnicos el ciudadano medio, existe una cierta creencia -pero que involucra aun a quienes han estudiado las relaciones entre la Iglesia y el Estado en la República Argentina- en el sentido de que el primer acuerdo suscripto entre ambos es el convenio firmado el 10 de octubre de 1966. Sin embargo, existe un instrumento de rango internacional que ha sido calificado incluso como concordato[1], que reviste un carácter previo porque le precede casi una década, pero que sin embargo posiblemente debido a tratarse de un tema especializado, y por ser menos conocido, suele pasar ordinariamente desapercibido en su verdadero significado.

Fue en realidad ésta la primera ocasión en que, después de transcurrida una larga historia de encuentros y desencuentros, ambas jurisdicciones establecieron un acuerdo -concordaron en un sistema- para proveer una sede episcopal[2]. De otra parte, por algún motivo aún no suficientemente esclarecido, en las obras que se han escrito en nuestro país sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, la materia castrense no ha sido nunca objeto de una preferente atención.

Al cumplirse el medio siglo de la firma del primer acuerdo entre el Estado argentino y la Santa Sede, sobre el vicariato (hoy ordinariato[3]) castrense y la atención religiosa a las fuerzas armadas, merece recordarse no solamente el dato en sí mismo considerado, su contenido propio, su importancia y su sentido, sino también sus circunstancias, esto es, su marco histórico y su génesis, que ayudan a valorarlo en toda su adecuada y exacta dimensión, rindiendo de tal manera un debido homenaje a sus protagonistas.

La pastoral castrense

Las fuerzas armadas son uno de los lugares sociales donde los servicios espirituales se han desarrollado con mayor amplitud. La naturaleza de la actividad permite comprender que así haya acontecido. Los soldados, al enfrentar tantas veces de manera incluso casi cotidiana la muerte y otras situaciones extremas, transidas de angustia y temor vitales, en las que se expresan también odios radicales que enturbian el corazón humano, pueden necesitar, más que las demás personas, auxilios psicológicos[4] y espirituales; pero aun cuando no siempre se presenten tales extremos, la vida militar posee características peculiares que han requerido la configuración de un servicio pastoral especial[5].

Aunque no han faltado visiones que presentan de un modo inconciliable la el espíritu evangélico o concretamente la existencia cristiana y el servicio castrense, nunca ha sido así en la tradición de la Iglesia, que desde el Evangelio ha conocido a seguidores de Jesús que revestían una condición militar[6]. Esa visión parte del equívoco que consiste en considerar el uso de las armas como una actitud ofensiva o agresiva hacia el otro, olvidando que la legítima defensa es un criterio conforme al grave deber moral de defender la propia vida e incluso los bienes, en primer lugar los propios. La milicia ha sido más de una vez una figura para ejemplificar la lucha ascética y la vida cristiana[7]. La profesión militar es noble y virtuosa, sobre todo cuando se cultivan en ella las virtudes, y a menudo ha sido ocasión de un ejercicio heroico de ellas.

A nadie escapa los graves problemas morales que se suscitan en las siempre renovadas formas de la lucha armada, como los propios argentinos han tenido ocasión de experimentar también en años recientes. Contrariamente a la difundida creencia de que en la guerra todo está permitido, la conciencia de la humanidad ha determinado -y así ha quedado establecido en las normas internacionales- que aun en situaciones extremas deben respetarse ciertos criterios exigidos por la propia dignidad de la naturaleza humana. Verdaderamente no existe, no puede existir ningún ámbito humano vacío del criterio ético o en el que queden suspendidas las normas morales.

Se requiere pues -y hoy, dado el contexto moral general, quizás más que nunca- una intensa formación ética y religiosa en la profesión militar y en la asistencia pastoral que la Iglesia ha de atender con eficacia y que, precisamente debido a su ausencia en casos concretos que han tenido honda repercusión en la opinión pública- es percibida hoy en nuestro país con particular sensibilidad. Son algunos de estos problemas la noción de guerra justa en el contexto actual, la legitimidad de determinados métodos de defensa y en concreto los procedimientos de trato a sospechosos en procura de información, el uso de la fuerza y la violencia, la objeción de conciencia, la paz y la cooperación internacional[8]. Ninguna de estas cuestiones es de fácil resolución, pero ellas han de ser abordadas por la comunidad eclesial como una exigencia de su misión, así como por las restantes confesiones religiosas.

Con ese fin la Iglesia católica ha erigido estructuras pastorales que en el actual desarrollo de su evolución adquieren la forma canónica de ordinariatos militares en treinta y cinco países, mediante la firma de oportunos acuerdos específicos con las respectivas autoridades políticas, o bien como parte del contenido de un concordato[9]. Pero los ordinariatos no constituyen sino el último estadio de una larga historia multisecular que comenzó ya en los primeros tiempos de la Iglesia. El derecho de la Iglesia ha organizado, a lo largo de todo ese prolongado itinerario histórico, básicamente tres sistemas para atender la vida castrense con una pastoral especializada[10].

La modalidad más antigua pero perdurable hasta tiempos recientes es el sistema diocesano, que consiste en la organización canónica de una asistencia espiritual sin intervención de la Santa Sede y a partir de la autoridad civil, con la colaboración de los ordinarios locales. Se registran testimonios de esta actividad ya en plena cristiandad medieval en las expediciones carolingias y aun antes de ellas. En el mismo Evangelio y en la primitiva Iglesia aparecen hombres justos que invisten la profesión de soldado y que se sienten atraídos por el mensaje sublime de Jesucristo sin que este dato pudiera significar una declinación del servicio de las armas.

A pedido de las monarquías cristianas, la Santa Sede organizó también un segundo sistema de poderes delegados periódicamente renovables mediante concesiones pontificias a partir de la segunda mitad del siglo XVI, pero que se consolidaría en el siglo XVIII, en forma de “Breves apostólicos” que establecían una jerarquía eclesiástica integrada por un capellán mayor y un conjunto de capellanes menores asimilados en parte a los párrocos.

En la actualidad la cura de almas castrense se organiza a través de un sistema institucional o jerárquicamente estructurado de carácter autónomo erigido directamente por la Santa Sede inicialmente denominado “vicariatos” y que en su nueva estructura canónica ha pasado a la categoría de “ordinariatos”. Está presidido por un Prelado que ejerce una potestad ordinaria (o sea no delegado como ocurría con el sistema de breves) con la cooperación de los miembros del presbiterio. Se trata de estructuras jerárquicas personales y no territoriales como las diócesis tradicionales. La potestad del otrora vicario y hoy ordinario castrense es cumulativa con los ordinarios locales.

Sin embargo, en este contexto jurídico y pastoral, las realidades latinoamericanas, a pesar de la homogeneidad de las sociedades civiles de los países del área, presentan características bastante distintas y reflejan así diversos criterios sobre particularidades de la materia. Algunos ejemplos tomados al azar pueden mostrarlo. En América Latina los obispos castrenses son los sucesores del antiguo Patriarca de las Indias Occidentales, que era el capellán mayor de los ejércitos españoles.

En México y en Uruguay, seguramente por haber primado históricamente la tradición laicista, no se ha institucionalizado la pastoral castrense. En Bolivia, el vicariato militar, a diferencia de nuestro país, tiene jurisdicción sobre la Policía nacional, igual que en España y Paraguay. Los capellanes en Perú no se asimilan al grado militar pero al Ordinario se le reconocen prerrogativas de general de brigada, y en Venezuela existe una capellanía a cuyo titular le es otorgado el grado de teniente coronel. Como en la generalidad de los ordinariatos, en el servicio participan religiosas pertenecientes a congregaciones femeninas y también laicos. En Ecuador, el hoy obispado militar fue creado en virtud del Acuerdo sobre Asistencia Religiosa a las Fuerzas Armadas y Policía Nacional y los capellanes revisten como oficiales. Chile organizó tempranamente la Vicaría General Castrense en 1910, una de las más antiguas del área, también por un acuerdo con la Santa Sede[11]. La Santa Sede ha erigido vicariatos (ordinariatos, en su forma actual) en numerosos países de todos los continentes, muchos de ellos durante el pontificado de Pío XII, incluso en naciones de rancia tradición protestante, entre ellos Corea, Filipinas, EEUU, Alemania, Croacia, Hungría, Indonesia, Kenya, Gran Bretaña y Holanda.

Todos estos sistemas responden al principio de cooperación, que es uno de los criterios jurídicos constitucionales de relación actual entre el Estado y las comunidades religiosas, y que se expresa por ejemplo en el servicio hospitalario o el penitenciario, como también en el de las fuerzas armadas, según los estudia el moderno Derecho Eclesiástico[12]. La recíproca autonomía de la Iglesia y la comunidad política no comporta una separación tal que excluya la colaboración entre ambas[13]. El principio de cooperación ha tenido a menudo concreción histórica mediante fuentes bilaterales o pacticias.

El pontificado de Pío XII

El Acuerdo con la República Argentina fue firmado mientras ocupaba el solio pontificio el papa Pío XII[14]. En el escenario de las ideologías contemporáneas que surcan la historia de los últimos siglos, la persona de Eugenio Pacelli surge como el defensor de la dignidad de la persona humana, de sus derechos y de la libertad en medio de uno de los momentos más críticos de la historia de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial, seguido del periodo de la reconstrucción de Europa en el contexto de la llamada Guerra Fría y la expansión de un imperio que en sí mismo representaba la negación de la misma idea de Dios.

El Papa elabora un formidable magisterio en materia social en el que sobresale el fundamento de la ley natural[15], tanto en el orden nacional como en el internacional, y los documentos de los pontificados posteriores, incluso el conciliar, brindan un elocuente testimonio en el que se destacan sus fuentes doctrinales. La referencia a sus encíclicas y especialmente a sus radiomensajes son frecuentes en ellos y representan un indicio elocuente de su fertilidad. Hay que recordar que Pío XII es el primer Papa de los tiempos modernos que dio un giro en la doctrina social de la Iglesia hacia una valoración positiva del sistema de la democracia, que era mirado hasta entonces de un modo muy crítico por sus predecesores en la silla aspotólica[16].

En el año de la firma del acuerdo entre Argentina y la Santa Sede, Pío XII transita los últimos tramos de su extenso pontificado, ya visiblemente abatido por la enfermedad. Su estado de ánimo parece expresarse con tintes pesimistas cuando en ese mismo año pronuncia su anteúltimo mensaje pascual, en el que presenta a la humanidad como sumida en una verdadera noche, sin embargo él también veía a la Iglesia como un faro que “arroja su haz de luz sobre estos días oscuros por los que atravesamos”[17]

Los rasgos de la personalidad de Pío XII han llamado la atención de sus biógrafos. Por una parte, se trata de un hombre de inteligencia cultivada dotado al mismo tiempo de un gran sentido práctico. Pero sobre todo ha sido puesto de relieve que por encima de su alta categoría humana, el Papa aparece recubierto de un halo de misticismo que le confiere un sentido de misterio y de sobrenaturalidad. Diríase que presentando un aspecto en cierto modo algo tímido y un talante marcadamente solitario, incluso inaccesible, al mismo tiempo se trata de alguien muy atento a las realidades más vivas de la vida individual y social[18]. Jean Guitton lo describe como “tímido, intimidaba por su altura, su misterio, su aire celestial, luminoso, como si estuviese fuera de este mundo”[19].

Estos caracteres psicológicos fueron trasladados, como se puede comprender, al gobierno de la Iglesia. El Papa gobernaría sin Secretario de Estado y con la ayuda de dos grandes personalidades a cargo de los asuntos eclesiásticos ordinarios y extraordinarios: los monseñores Tardini, de relevante actuación en la firma del acuerdo, y Montini, quien tres años antes había sido normado arzobispo de Milán y que poco más tarde sería consagrado pontífice máximo con el nombre de Pablo VI.

Eran en realidad los últimos tiempos de un largo pontificado, el más extenso del siglo después del de Juan Pablo II. Este periodo de la Iglesia ha sido caracterizado como de una gran vitalidad, apareciendo como un cuerpo ordenado y compacto bajo la dirección del centralismo romano. En el año santo de 1950 Pío XII definió en la constitución Munificentissimus Deus como verdad de fe el dogma de la asunción de María y pocos años antes la encíclica Humani Generis había prevenido contra los riesgos de la Nouvelle Theologie[20]. Por lo demás, algunos grandes teólogos de gran calado intelectual como Congar, Chenu y De Lubac habían adelantado planteamientos que poco tiempo más tarde fecundaron el impulso renovador del Concilio Vaticano II.

Brilla como una joya refulgente del pontificado pacelliano la encíclica programática Summi Pontificatus, en la que este gran pontífice se pronunciaría contra el laicismo, afirmando que los valores morales no pueden estar ausentes de la vida social de los pueblos. Pío XII salía así al cruce de errores modernos que pretendían reducir a la Iglesia a una mera función ornamental de la sociedad, con una dedicación exclusiva al culto y en todo caso a la beneficencia, pero que desde luego la declaraba ausente de los lugares donde se trazan las directrices de organización de la convivencia humana. Al mismo tiempo, Pío XII fue el primer Papa que habló sobre una “sana y legítima laicidad del Estado” en un adelanto de lo que sería el abandono del principio de confesionalidad, entonces sostenido por las tesis institucionalistas del Derecho Público Eclesiástico.

Al considerar en su función pastoral la materia de la actitud de la Santa Sede en las relaciones con las comunidades políticas, el Papa no dejaría de adoptar valientes medidas de enfrentamiento con la ideología socialista del marxismo, advenida como un totalitarismo nunca alcanzado en la historia de la humanidad, por ejemplo en relación al caso tristemente célebre del Cardenal Josef Mindszenty, cuya persecución no vaciló en denunciar amargamente. Era la “Iglesia del Silencio”[21] que hablaría, décadas más tarde, y con una elocuencia intrépida por boca de su sucesor Juan Pablo II. Del mismo modo -y a despecho de una maligna e injusta campaña que su augusta figura viene soportando desde los años sesenta- el Papa denunciaría al nacionalsocialismo como un “spettro satanico”[22].

Algunas medidas de autoridad fueron advertidas cuando se puso fin a la experiencia de los “sacerdotes obreros” que preanunciaba un doloroso proceso de secularización del clero, y el Santo Oficio ordenó el mismo año de la firma del acuerdo el retiro de las bibliotecas de los seminarios de las obras de Teilhard de Chardin, cuya teoría evolucionista era considerada inconciliable con la ortodoxia católica. En 1956 el Papa declaró la ilicitud de la fecundación in vitro y al año siguiente condenó la eutanasia[23], que Juan Pablo II ratificaría años más tarde en Evangelium Vitae con un pronunciamiento considerado ex cathedra. También en 1957, año de la firma del acuerdo, el Pontífice escribió la encíclica Fideim Donum sobre las misiones.

De otra parte, había comenzado en esos años el proceso de construcción de la Unión Europea y Pío XII expresó su viva satisfacción por la firma de los tratados de Roma en ese mismo año de 1957. Varios de quienes pusieron sus fundamentos se caracterizaban por ser hombres de fe, como Konrad Adenauer, Robert Schuman y Alcides de Gasperi[24]. De su mano la Democracia Cristiana atravesaba su momento de gloria, alentada por el Papa, quien veía en ella un cauce político para impulsar el dinamismo apostólico de los católicos en la vida pública frente al avance de los partidos comunistas. A partir de ese año se produce su emergencia también en otros países latinoamericanos, como la República de Chile. El nacimiento del Partido Demócrata Cristiano en la Argentina ha sido señalado como uno de los puntos de dolor en el conflicto entre el gobierno y la Iglesia Católica cuyo estallido operó como un martillo detonante sobre la caída de Juan Domingo Perón[25].

Pío XII envió una carta el 13 de enero de 1956 con un mensaje al nuevo Presidente Aramburu, reemplazante de Eduardo Lonardi. El Papa estaba enfermo y no mucho más tarde, el 9 de octubre de 1958, moriría, dejando el recuerdo de su impronta hierática en la historia de la Iglesia, que su sucesor cambiaría de un modo tan sorprendente como radical. El cariño que supo despertar en los más variados ambientes y la fuerza de su alta autoridad espiritual quedarían reflejados en el hecho de que su desaparición produjo una consternación universal.

El Derecho Público Eclesiástico

Las relaciones entre la Iglesia y el Estado durante el pontificado de Pío XII, también durante el momento histórico en que se firmó el convenio, se hallaban sujetas, por parte de la primera, a los caracteres típicos del llamado Derecho Público Eclesiástico, que tuvo desarrollo a partir del siglo XVIII, todo el XIX y la primera mitad del XX como un sistema de teorías y principios -tanto sobre la Iglesia como sobre el Estado- elaborados con el objeto de constituir la base teológico-jurídica de todo el sistema constitucional de la Iglesia y de sus relaciones con la comunidad política[26].

Debe advertirse que aún no se había desarrollado un Derecho Eclesiástico o Derecho Eclesiástico del Estado tal como lo conocemos hoy, como un Derecho de fuente estatal en materia religiosa, y las relaciones entre la Iglesia y el Estado eran estudiadas tanto por el Derecho canónico como por el Derecho Público de la Iglesia, disciplina cultivada por eminentes canonistas y que en nuestro país reconoce su máximo exponente en los años cincuenta en el historiador y canonista salesiano Cayetano Bruno, autor de un clásico en dicha perspectiva publicado un año antes de la firma del acuerdo[27].

Con este instrumento la Iglesia procuraba presentarse ante el mundo moderno en una actitud reivindicativa que a menudo fue interpretada en ambientes laicistas como una pretensión de poder incluso temporal. Hasta que el Concilio Vaticano II cambió la perspectiva de percibir las relaciones de lo espiritual y lo temporal, y por lo tanto las de la religión con la política, el Ius Publicum Ecclesiasticum fue considerado la postura oficial de la Iglesia en la materia, aunque ella exhibía una visión cada vez más inadecuada a las condiciones propias de una cultura en proceso de secularización. Este era el escenario institucional que se presentaba en el último tercio de los años cincuenta, cuando se firmaba el acuerdo.

El Derecho Público Eclesiástico tal como resulta de su formulación histórica parte de unos principios teológicos y deduce unas conclusiones en términos técnico-jurídicos[28]. Las tesis fundamentales expuestas por sus cultivadores afirman el concepto de la Iglesia como sociedad perfecta (estudiada por el Derecho Público Interno) y la superioridad indirecta de ella sobre el Estado, también comprendido bajo la misma categoría de sociedad perfecta.

Esta manera de relacionar la realidad espiritual y la política llevaría, en un contexto de creciente extrañamiento mutuo, a una tensión permanente, y no pocas actitudes anticlericales de odio hacia lo religioso en realidad querían expresar oposición a una ilegítima pretensión de injerencia del clero en la política.

En cierto modo estas resistencias pueden reconocer su explicación y aun su fundamento en un clericalismo que debe considerarse como la clave de interpretación de toda la realidad social y política por buena parte de quienes impulsarían las tesis del Ius Publicum[29]. Concebidas en sentido propedéutico en relación al Derecho canónico, y con una marcada intención apologética, las tesis del Derecho Público Eclesiástico pueden resumirse de este modo en cuatro núcleos fundamentales[30]:

1. Tanto la Iglesia como el Estado son considerados en la categoría de “sociedades perfectas”, entendiendo por tales las que tienen como fin un bien que es completo en su orden, según la propia definición de los propios cultivadores de la disciplina[31]. Esta mutua autosuficiencia y autonomía y sus relaciones suscitan la necesidad y el interés en delimitar los respectivos campos de competencia, que cuando encuentran un punto común son considerados en la categoría de res mixtae o cosas mixtas.

2. El Estado debe reconocer a la Iglesia como una sociedad perfecta. Así como las personas individuales tienen la obligación moral de reconocer la verdadera religión, esta regla rige también para ellas cuando actúan socialmente y se organizan políticamente, por lo tanto el Estado tiene el deber de reconocer a la Iglesia como verdadera y ese reconocimiento debe ser público, como lo es su actividad.

3. Como consecuencia, la Iglesia debe gozar de un estatuto privilegiado diferenciado del resto de los cultos religiosos de los ciudadanos. Resulta moralmente inaceptable por lo tanto, que el Estado considere a todas las religiones por igual de acuerdo al principio jurídico de igualdad. Sin embargo, debe admitirse que ”en hipótesis” (de acuerdo a las categorías conceptuales del Derecho Público Eclesiástico) y por un motivo de bien común, el Estado deba tolerar el error, aunque desde un punto de vista fáctico y nunca en orden a los principios.

4. La Iglesia tiene una potestad directa sobre lo espiritual y una potestad indirecta sobre lo temporal (potestas indirecta in temporalibus) cuando se encuentren afectados intereses morales y religiosos. Este principio se conjuga con los anteriores con el resultado de que la superioridad del fin sobrenatural por sobre el natural se traduce en una competencia de carácter jurídico de la Iglesia sobre el Estado de carácter subordinante. Finalmente, el Estado ha de proveer a la Iglesia de los medios necesarios para el cumplimiento de su fin y ella puede exigirlo.

Estos principios constitutivos de un verdadero andamiaje teológico-jurídico ee anta Sede dicio elocuente de su fertilidad.entrarían en crisis recién con el advenimiento del Concilio Vaticano II, pero fecundaron las relaciones entre la Iglesia y el Estado durante todo el periodo anterior, y este lapso involucra varios concordatos, por ejemplo los establecidos con Italia (1929), Portugal (1940) y de una manera paradigmática, el concordato español de 1953, considerado el summum de las relaciones que la Iglesia podía mantener con una comunidad política en tanto recogía las tesis propias de la disciplina en un grado ejemplar según el juicio de los cultivadores de la misma[32]. El último de los concordatos firmados antes del comentado lo fue tres años antes con la República Dominicana, en 1954, también favorablemente calificado en fuentes eclesiásticas. Sin haber una ruptura con la doctrina anterior, el Concilio Vaticano II supone un giro copernicano en el enfoque.

Como balance del Derecho Público Eclesiástico, tal como fuera concebido en los siglos pasados, puede concluirse que junto a sus innegables aciertos, tuvo el efecto de impregnar la labor pastoral de la Iglesia de una impronta confesional que aparecía ante una cultura cada vez más secularista como un arcaico clericalismo. Por lo demás, no puede desconocerse que sus premisas -ciertamente inspiradas en un criterio defensivo de los derechos institucionales de la comunidad eclesial- dejarían de lado o al menos tratarían de un modo insuficiente otras ricas realidades humanas y cristianas como la perspectiva de la libertad, y por otro lado lo caracterizó un tono excesivamente jurídico, que provocaría una reacción de signo inverso que forma parte de la crisis posconciliar.

Esta crisis integra entre sus componentes un mas o menos velado antijuridismo que contrapone Iglesia y Derecho e identifica al Derecho con el Estado. Ciertamente, los desvaríos e insensateces de esta corriente no pueden llevar a desconocer que su ímpetu reactivo se montaba sobre una realidad eclesial al que ese cierto preciosismo juridicista le había recortado elementos esenciales. Debe distinguirse aquí, con todo, lo que es una legítima oposición a dicha visión angosta de la Iglesia, de la actitud radicalmente negatoria de la juridicidad del hecho religioso, considerada una hipertrofia de la pastoral (pastoralismo)[33].

El gobierno de la Revolución Libertadora

Después del áspero conflicto sobrevenido entre Perón y la Iglesia católica, los ánimos de los católicos argentinos acusaron recibo de ese trance. Quienes habían adherido, a veces muy fervorosamente, al llamado -con expresión prohijada por las autoridades de la Revolución Libertadora- “régimen depuesto[34]”, sufrieron en sí mismos el desgarro del divorcio entre política y religión. El ríspido enfrentamiento provocaría en muchos fieles verdaderos problemas de conciencia y tampoco faltaron en católicos de uno y otro bando actitudes teñidas de clericalismo.

Muy probablemente una gran parte de ellos, sin embargo, entendió el entuerto como un desentendimiento puntual, no con la Iglesia sino con una parte de ella, diferenciando la ocasional conducción del estamento jerárquico, de la totalidad del pueblo cristiano, y principalmente de la propia fe religiosa. Puede decirse que en los hechos el grave distracto no provocó -sino en casos muy determinados- una apostasía o siquiera un alejamiento de la práctica religiosa.

De otra parte, también eran católicos los opositores al peronismo, que entendieron defender su fe y su Iglesia en un momento muy difícil de su historia, que cobró visos de una verdadera persecución, como tantas veces ha sucedido en su peregrinar bimilenario. En el gobierno revolucionario, tanto en su primera como en su segunda etapa, los católicos tendrían una presencia significativa, provenientes de tres vertientes: liberales, nacionalistas y demócrata-cristianos.

Aunque sobre todo en la segunda parte de la Revolución Libertadora, de signo claramente liberal, una cierta leyenda conspirativa no ha dejado de señalar una oculta influencia masónica[35], lo cierto es que los principales jefes de la revolución, Lonardi, Aramburu y Rojas fueron fieles católicos y en general puede decirse que su comportamiento público fue coherente con su fe, aunque no han dejado de objetarse serios cuestionamientos puntuales como es el caso de los fusilamientos decretados en situaciones de represión de alzamientos contra su autoridad.

Las nuevas autoridades, por su parte, con gran prudencia procuraron superar la delicada situación, buscando reconducir las relaciones entre la Iglesia y el Estado a nuevos carriles que apuntaran hacia una armoniosa convivencia futura. Algunas reformas legislativas que habían formado parte de la política oficial del régimen peronista durante el conflicto fueron derogadas, y el gobierno provisional de los generales Lonardi-Aramburu se esforzaría en mostrar un talante respetuoso e incluso amigable con la Iglesia.

Dicho trato amistoso fue profundizado por los gobiernos que le sucedieron, configurando una verdadera política de Estado, de la cual el acuerdo de 1957 forma parte como una pieza de singular valor. En este marco se inscribe el hecho de la creación de doce nuevas diócesis[36], un dato pastoral reiterado durante el gobierno de Arturo Frondizi. En el transcurso de su gestión el embajador Manuel Río había hecho notar a sus interlocutores romanos la escasez relativa del número de obispos en relación con la extensión del territorio y las diferencias regionales, así como también consiguió la autorización que permitiría fundar una universidad, una iniciativa que había conocido un frustrado intento a comienzos del siglo.

Con el nuevo clima de relaciones los escollos comenzaron a verse allanados durante los sucesivos gobiernos. El pedido de placet para acreditar como nuncio a un nativo argentino, Humberto Mozzoni[37] -superando posibles dificultades técnicas-, fue prontamente otorgado por Frondizi como una muestra de buena voluntad, así como se allanaría el camino para resolver la designación de obispos coadjutores con derecho a sucesión en la persona de los monseñores Schell y Lafitte en Lomas de Zamora y Buenos Aires[38]. En el decreto ley en el que se instrumenta el reconocimiento o la erección de las nuevas diócesis se invoca la “consolidación definitiva de la paz interior” valorando la contribución espiritual de la Iglesia católica, y se justifican en las atribuciones presidenciales las facultades para gestionar su creación sin una intervención parlamentaria[39].

Un capítulo aparte lo constituye el llamado a Convención Constituyente que buscaría reemplazar la Constitución “justicialista” de 1949[40] con un nuevo texto en todo caso actualizado del proyecto original acuñado en 1853[41]. Se trataba de una verdadera restauración del Estado de Derecho tal como fue concebido por los constructores de la organización nacional. Ninguno de los tres, no obstante, suponía una modificación del sistema de relaciones con la Santa Sede[42], que sufrió su primera puesta al día recién con el acuerdo suscripto en 1966 por el gobierno de Juan Carlos Onganía, aunque tramitado principalmente durante los de Frondizi e Illia.

La política religiosa de la Revolución Libertadora reconoce, sin embargo, en otro dato más relevante su momento más significativo: la institución del obispado castrense[43]. A ella le corresponde haber firmado el primer acuerdo entre el Estado Argentino y la Santa Sede. En la República Argentina la situación militar posee, como en otros países, un estatuto jurídico propio en materia religiosa que se articula fundamentalmente mediante el Acuerdo suscripto entre la Santa Sede y el Estado nacional en el año 1957[44], modificado en el año 1992 para adecuarlo a la nueva constitución canónica.

Antecedentes mediatos e inmediatos

En los años antecedentes a la firma del acuerdo, la Santa Sede, entonces bajo el pontificado de Pío XII, celebró nueve concordatos[45], entre los cuales se ha señalado el carácter emblemático del español, pero ya antes de ser Papa, Eugenio Pacelli había intervenido como Nuncio en la firma de los concordatos con Austria y Alemania. En 1940 se firmaron los de Haití y Portugal, en 1953 el de Bélgica y al año siguiente el de la República Dominicana. En el mismo año de 1957 el celebrado con Bolivia reitera el reconocimiento de los “vicariatos apostólicos”, y también se celebraron acuerdos con Colombia y Alemania. Durante el pontificado de Pablo VI se firmaron doce concordatos, también uno con Argentina[46]. Otros acuerdos sobre la atención religiosa a las fuerzas armadas en la región fueron celebrados con Bolivia en 1958, actualizado en 1986, y con Paraguay en 1960. Posteriormente se concertaron acuerdos del mismo tenor con Ecuador en 1978, con Brasil en 1989 y Venezuela en 1994[47].

El acuerdo fue firmado luego de una larga negociación comenzada once años antes pero los antecedentes se remontan a 1915, cuando el presidente Victorino de la Plaza inició gestiones apara obtener una “jurisdicción exenta”[48]. Se consideraba que el mantenimiento del patronato por parte del gobierno argentino, ratificado en la Constitución de 1949, se constituyó en un obstáculo para el acuerdo. Sin embargo, por otra parte la Instrucción Solemne Semper, de 1951[49], favoreció el proceso. Nuevas solicitudes fueron reiteradas en 1935 y 1939, y las negociaciones continuaron durante el primer gobierno de Perón, las que fueron encomendadas en 1949 el fraile mercedario José Rufino Prato en calidad de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario del gobierno argentino[50].

Por fin, al asumir como nuevo presidente de la Revolución Libertadora, el general Eduardo Lonardi se presentó como hijo de la Iglesia católica y se manifestó favorable a suscribir por fin el ansiado concordato, pero un golpe de palacio lo desalojó del poder[51]. Cuando asumió su sucesor Pedro Eugenio Aramburu, siendo de un signo político diverso, mantuvo sin embargo la misma sensibilidad con respecto a la política religiosa del periodo inicial del movimiento revolucionario, y envió junto con sus ministros al Papa una carta autógrafa con motivo de su octogésimo cumpleaños donde se expresaba el mismo deseo de su antecesor en el sentido de arribar a un concordato, el que encontraría favorable acogida en el Pontífice. El embajador Manuel Río sería el encargado de instrumentar los últimos pasos en la Santa Sede hasta el arreglo final del acuerdo, mientras en Buenos Aires se designaba una comisión especial estatal presidida por el Subsecretario de Culto con participación del administrador apostólico de la arquidiócesis porteña[52].

Las conclusiones del trabajo de esta comisión constituyeron las bases del acuerdo definitivo, firmado el 28 de junio de 1957 y ratificado por el Poder ejecutivo el 5 de julio del mismo año[53]. Este proceso se completaría cuando tres días después fueron canjeados los instrumentos, y transcurridos otros tres días fue erigido el vicariato. Encontraba así adecuado cauce en el régimen institucional argentino mediante el primer acuerdo largamente deseado tanto por el Estado como por la Iglesia católica, el principio de cooperación entre ambos.

La gestión de Manuel Río

La personalidad del embajador de la Revolución Libertadora exhibía contornos altamente auspiciosos. Río fue un jurista de clara vocación humanista y como tal su perspectiva fue transdisciplinar, dedicándose a cultivar -desde una profunda cultura histórica, jurídica y filosófica- la Filosofía del Derecho, materia sobre la que escribiría diversos trabajos, así como sobre otros temas filosóficos, históricos, jurídicos y políticos, en los que alcanzó las dignidades de académico tanto en la de Derecho como también en la de Ciencias Morales y Políticas. Puede decirse que si bien él investigó y publicó sobre una amplísima y rica problemática, fue un gran amante de la libertad (sin duda su preocupación central en su dilatada vida de hombre público) frente al despliegue de los totalitarismos a lo largo y a lo ancho de un dilatado arco histórico que abarca casi todo el siglo veinte[54].

Como opimo fruto de esa naturaleza amante de la libertad, no puede omitirse al considerar su egregia personalidad humana y cristiana haber advertido con ejemplar fortaleza, aun en situación de minoría, sobre los serios riesgos del talante autoritario en el que muchos de sus hermanos en la fe, incluso clérigos, se embarcaron extraviadamente sobre todo a partir de los años treinta. Dicha sensibilidad profundamente democrática enraizada en la fuente evangélica explica su temprana oposición al gobierno de Juan Domingo Perón, por lo que sufriera persecución y cárcel[55] en un momento oscuro de desencuentros entre los argentinos.

Producido el cambio en el vértice del gobierno revolucionario, Manuel Río fue propuesto por Mons. Miguel de Andrea[56] para ocupar la embajada en la Santa Sede, y su periodo abarcaría los años 1956, 1957 y parte de 1958, hasta que lo reemplazó el embajador del gobierno desarrollista Santiago de Estrada. El embajador de la Revolución Libertadora se aplicó con diligencia a preparar durante su gestión como representante de la nación argentina un ambiente adecuado, al que consideraba parte de un nuevo marco de relaciones con la Santa Sede.

El excelente trato personal prodigado a Río por el mismo Pío XII constituiría un factor fundamental en dicho proceso, que se vería adecuadamente reflejado en el exitoso resultado posteriormente obtenido como fruto de su gestión. Según el embajador, la Santa Sede tenía en vista la situación de Brasil, que había reconocido a la Iglesia los efectos civiles del matrimonio canónico, así como la educación religiosa de los hijos de los fieles católicos, y se había desvinculado de la Iglesia en los demás aspectos[57].

Las extensas y cordiales conversaciones mantenidas entre el Pontífice y el diplomático argentino fueron construyendo las bases de ese entendimiento[58]. En ellas Pío XII, como en tantas otras ocasiones, recordaría su visita a nuestro país como legado papal en el Congreso Eucarístico Internacional del año 1934. Este acontecimiento eclesial -que tanto había impresionado al Papa- marca un punto de inflexión en la historia de la Iglesia católica en la Argentina durante el siglo XX.

De este modo, durante varios meses el embajador se reunió con Antonio Samoré, en ese entonces secretario de la comisión para asuntos eclesiásticos extraordinarios, y su ayudante Agostino Casaroli con el objeto de llegar a un acuerdo. Según el jurista, quien poseía un fino sentido para percibir los pliegues más sutiles de la realidad diplomática, había constituido una estrategia equivocada la seguida hasta ese momento por parte de los sucesivos gobiernos argentinos, que deseaban arribar a una solución global en el problema del patronato. Ambas partes no tenían definidos los asuntos a resolver y Río expresó al Papa que podría arribarse a un acuerdo puntual si se separaban o desglosaban los diversas cuestiones pendientes.

El Papa recibió con entusiasmo la idea: “Ah, cuanto me agradaría firmar algo con la Argentina, no hay nada firmado”, le habría expresado. El embajador solicitó entonces al Pontífice un listado de puntos concretos sobre los que se podría arribar a un acuerdo y trabajó en un extenso análisis de la cuestión que envió a la Cancillería argentina, recomendando la vía a seguir. De ese listado se eligió como materia a acordar la pastoral con militares, y cuando la embajada recibió la lista de los puntos de dolor se vio que al fin había llegado el momento de avanzar en la estrategia gradualista.

No había sido ésa la expectativa inicial de Río, quien hubiera deseado cerrar al menos tres problemas pendientes: el patronato, el pase o exequatur y el ingreso de nuevas órdenes religiosas. Esto no pudo ser posible y debió conformarse con el vicariato castrense, pero el camino que él abriría pudo ser completado exitosamente por los gobiernos que le sucedieron, todos los cuales tuvieron la misma sensibilidad sobre la cuestión. El 10 de octubre de 1966 el canciller Costa Méndez y el Nuncio Mozzoni pusieron punto final a esa historia con la firma de un histórico acuerdo.

Sin embargo, y a pesar de estas limitaciones de la realidad, Río no redujo su actuación como embajador a la atención de cuestiones institucionales de calado profundo como el patronato y el vicariato. El, como cristiano, era muy consciente de la importancia de la labor pastoral de la Iglesia y de la misión de la evangelización, a la que consideraba con buen criterio de primordial interés para una armoniosa y progresista convivencia entre los argentinos, por eso mantuvo un especial empeño en ayudar a la creación de un apreciable número de nuevas diócesis, un acontecimiento del que tratándose de un mismo país no se tenía memoria de antecedentes en la Santa Sede.

Del mismo modo, Río procuró impulsar el proceso de beatificación del obispo Mamerto Esquiú[59], cuya figura está tan unida al recuerdo de su actitud favorable a la Constitución como el marco institucional fundamental de la nueva nación. Finalmente, su gestión también ayudó a allanar el camino para la creación de universidades católicas en el país, que vendría a llenar un verdadero vacío en la labor educativa de la Iglesia[60].

La prensa local reflejó la firma del histórico acuerdo por el embajador Río como plenipotenciario del gobierno argentino y Domenico Tardini como Prosecretario de Estado para Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios de la Santa Sede, participando también del solemne acto altos prelados y diplomáticos. Roberto Lanusse era el Subsecretario de Culto. Según la crónica periodística, en la embajada se consideraba al acuerdo como un paso hacia la completa normalización entre las relaciones del Estado argentino con la Iglesia católica[61].

El Acuerdo y el régimen legal argentino

El régimen de la pastoral castrense en nuestro país está regido por una normativa de doble naturaleza perteneciente al Derecho canónico y al Derecho positivo argentino:

1. El Acuerdo del 28 de junio de 1957[62] con la reforma de 1992[63].

2. El Código de Derecho canónico.

3. La Constitución Spiritualis Militum Curae.

4. El Acuerdo de 1966 entre el Estado Argentino y la Santa Sede[64].

5. El Decreto-ley 12958/57 que estableció el Sistema orgánico del Vicariato castrense, actualizado por los nuevos Estatutos del obispado castrense en Argentina[65].

6. El Reglamento Conjunto de los capellanes.

7. El Reglamento de los capellanes de las fuerzas de seguridad.

8. El Dto. 155/75 que aprobó la estructura orgánica del vicariato.

9. El Dto. 1187/97.

10. El Dto.1084/98[66].

Para estudiar el régimen de asistencia religiosa previsto por el Derecho eclesiástico en la Argentina se van a examinar las mencionadas normas teniendo como eje el Acuerdo de 1957 que constituye la piedra fundamental de la estructura jurídica del sistema y cuyo cincuentenario celebramos, que por lo demás constituye propiamente el objeto de este estudio.

Mediante el art. I del acuerdo la Santa Sede constituye en la Argentina un vicariato castrense, luego convertido como se ha aclarado en ordinariato. Éste se dirige exclusivamente a los militares que profesan la fe católica. Sin embargo, la creciente importancia de otras religiones en el país acreditan la necesidad de ampliar el servicio religioso a las otras religiones, como ha ocurrido en otros países, por ejemplo en España[67].

El art. II del acuerdo prevé que el ordinariato[68] (vicariato, -como se ha puntualizado-, en el momento de firmarse el acuerdo) está integrado por el obispo castrense[69], y los capellanes militares de cada fuerza, el obispo auxiliar, y los tres capellanes mayores. Según lo dispuesto por el art. III un obispo auxiliar integra la Curia castrense, debiendo ser según el régimen acordado en 1992 (como el titular de un obispado, y aunque el texto del acuerdo no lo exige) ciudadano argentino, una condición requerida por lo demás para todos los obispos por el Acuerdo de 1966, que no resulta hoy admisible y debe ser eliminada por consistir en una restricción de la libertad religiosa sin fundamento en el orden público.

Una justificación para la imposición de esta exigencia, solamente explicable en un contexto de fuerte influencia regalista propio de siglos anteriores, podría residir en el presunto carácter de funcionario público de un obispo, pero esta premisa no ha sido una opinión pacífica entre los autores ni ha sido compartida desde luego por la tradición canónica en la Iglesia[70].

Si un malentendido fervor patriótico considerara que un extranjero no puede ser obispo castrense, también debería excluir para ser coherentes, no solamente a los obispos ordinarios sino incluso al mismo clero, y su xenofobia implícita se muestra con mayor evidencia si extendemos la prohibición a todos los fieles cristianos. No resulta tampoco suficiente sustento para la norma sobre la nacionalidad, incluso la peculiaridad de la función, por cuanto el obispo y su auxiliar dependen administrativamente de la Presidencia de la Nación, aunque el Presidente, en Derecho canónico, siendo bautizado católico, reviste la condición de un simple fiel del ordinariato.

El texto establece en su art. IV que la designación del ordinario es realizada por la Santa sede conforme al Derecho Canónico[71], pero con previo acuerdo del Presidente de la Nación. Establecen el mismo sistema de mutuo acuerdo Alemania, Austria y Portugal, con matices en el órgano político interviniente (el gobierno, el Ministro General del Ejército).

Este mecanismo era el usual en la época[72] y reitera el régimen del patronato, de larga tradición regalista en la Argentina, en un grado superior incluso al entonces vigente en los hechos. En efecto, el nuevo sistema de designación va más allá de la “prenotificación oficiosa” a la que se había arribado con el entonces “modus vivendi” y que sería posteriormente consagrada por el Acuerdo de 1966, por cuanto el Poder Ejecutivo no sólo es notificado o informado previamente sin posibilidad de integrar dicha designación, sino que directamente interviene en la designación de un modo más amplio y asertivo.

Aunque establecido por acuerdo de partes, se puede considerar que el poder temporal codesigna al obispo, lo cual desde un punto de vista estricto resulta inaceptable por configurar una secuela residual del ilegítimo intervencionismo estatal en materia eclesiástica, iniciada en el cesaropapismo bizantino y continuada por una rancia tradición en la historia de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Por un motivo pastoral la Santa Sede ha admitido esta exigencia y la modalidad parecería ser pragmáticamente contemplada por la propia constitución Spirituali Militum Curae cuando dispone que el ordinario castrense será nombrado libremente por el Pontífice o bien éste confirmará el candidato legítimamente designado según lo que se haya convenido con cada Nación[73].

Otros países han establecido similares injerencias en la provisión de ordinarios militares y en bastantes casos aún mantienen los superados esquemas patronales pretendidamente justificados por la peculiaridad del cargo pero con evidente lesión del ámbito espiritual. El Acuerdo español de 1976 dispone que la designación se hará mediante la propuesta de una terna formada de común acuerdo y sometida a la aprobación de la Santa Sede. En el caso referido subsiste el derecho de presentación: el Rey presenta en el término de quince días a uno de ellos para su nombramiento al Romano Pontífice[74]. El grado de intervencionismo estatal depende de la asimilación del prelado castrense al cuerpo militar. En EEUU, por ejemplo, el ordinario castrense es nombrado sin participación formal alguna del Estado norteamericano. Como se acaba de exponer, del mismo modo que para el resto de los obispos, la nacionalidad del titular del cargo ha de ser la argentina, circunstancia no prevista en el acuerdo de 1957[75].

Para justificar esta exigencia -común a ciertos cargos públicos- se ha invocado según lo reseñado más arriba y sobre todo en el caso del obispo castrense, la peculiaridad de las funciones, no sólo su dependencia del Poder Ejecutivo, sino su rango institucional en el más alto nivel del resorte estatal, pero tampoco convence esta alegación. No siendo los obispos funcionarios públicos (una adjudicación de neto corte regalista)[76] parece poco admisible esa sujeción administrativa ni tampoco que el bien espiritual de las personas ni el bien común eclesial sea subordinado a una condición de orden temporal, tampoco de nacionalidad[77]. El régimen pastoral castrense debe depurarse de adherencias temporalistas que desdicen de la libertad espiritual de la Iglesia.

Pocos años más tarde el Concilio Vaticano II reivindicó el pleno y exclusivo derecho de la Iglesia en la provisión de cargos episcopales y expresó el deseo de que no se concedan en adelante estos privilegios así como pidió la renuncia de los existentes a las autoridades civiles[78]. Aunque se han invocado razones estructurales y funcionales sobre la necesidad del contralor estatal debido a la naturaleza del cargo[79], esta intervención no parece encontrar suficiente justificación y constituye una verdadera limitación de la libertas Ecclesiae que debería suprimirse oportunamente. Después de esta declaración el sistema de designación previsto en los acuerdos posconciliares se ha ido suavizando. En España se establece una presentación conjunta a la Santa Sede entre la Nunciatura Apostólica y el Ministerio de Asuntos Exteriores. Otros acuerdos como el celebrado con Austria, pero sobre todo los más recientes como los de Venezuela, Colombia, Haití, Bolivia y Croacia establecen la previa notificación[80], de manera similar al régimen fijado por el Acuerdo argentino de 1966.

El acuerdo no prevé el caso de cese del Vicario (hoy obispo) por voluntad de la Santa Sede, que debe entenderse como una facultad natural de la autoridad eclesiástica, que es propia y de acuerdo a las reglas del Derecho canónico, implícita en el texto por remisión al mismo. Menos se contempla el caso de una presunta voluntad similar por parte del poder político, que no podría ejercerse por ser extraño a su jurisdicción. Sin embargo, cabe en hipótesis plantearse la duda de si esa pretensión no sería legítima, fundada en la intervención estatal que se verifica en el previo acuerdo que integra el nombramiento, y en el presunto carácter de funcionario público del titular.

Del mismo modo podría aducirse que siendo integrativa del acto de nombramiento la voluntad del Presidente de la República, también el “mutuo acuerdo” debería aplicarse a su cese. Esto habilitaría que el Sumo Pontífice acordara con el Presidente si decidiera cesar al obispo castrense. Una situación más aguda podría presentarse si el Presidente decide cesar al obispo, caso en el que hipotéticamente tendría que recabar también la conformidad de la autoridad canónica. Si ya este cuadro resulta inverosímil e insostenible, menos lo es el caso de que el Presidente decidiera cesar unilateralmente al obispo castrense.

Aunque parezca algo estrafalario, nada ha de extrañar en la variopinta historia de la Iglesia en sus relaciones con los poderes temporales, y dicha hipótesis se ha verificado recientemente con el actual obispo castrense a partir de una actitud similar a la reseñada[81]. El episodio, que ha enrarecido las habituales buenas relaciones de los gobiernos argentinos con la Santa Sede, se explica en el actual contexto social de una fuerte descristianización de la sociedad argentina, de un renacido neolaicismo y de una licuación de los resortes morales especialmente en la esfera pública, y concretamente se enmarca en la actual discusión sobre la despenalización del aborto, impulsado en resortes oficiales como parte de una política sanitaria negadora del derecho a la vida de todo ser humano desde su concepción.

Sin entrar a analizar el caso en sí mismo, que debe entenderse en un contexto más amplio, se pueden determinar sus términos en el Derecho eclesiástico. Su origen consiste en una carta privada del obispo castrense dirigida al titular de la cartera de salud que suscitó un verdadero cuestionamiento del obispo, el cual culminó con el pedido al nuncio apostólico para que la Santa Sede lo removiera de su cargo, a lo que naturalmente la autoridad eclesiástica hizo caso omiso y respondió negativamente.

El gobierno, entonces, como respuesta, determinó sin aviso o al menos consulta previa, el cese del obispo cuestionado en su carácter de “Subsecretario de Estado”, un verdadero exabrupto que ha sido considerado un tanto pintoresco y fuera de los usos diplomáticos (no hay que olvidar que la Santa Sede posee una personalidad internacional), aunque se trate de un rango administrativo que lo habilita en la esfera puramente secular. El acto gubernamental, finalmente, destituye unilateralmente al obispo de su cargo, configurando una situación de fuerte tensión en las relaciones entre la Iglesia y el Estado argentino.

Este último hecho importa una directa violación del Acuerdo de 1966 y sobre todo del Acuerdo de 1957, pero también violenta el Derecho canónico, ya que siendo la designación un acto privativo del Romano Pontífice de naturaleza canónica, el rol del poder político se reduce a prestar conformidad a la designación pontificia. Finalmente, un fallo de la justicia criminal en lo correccional federal ha sobreseído al obispo del cargo de apología del crimen con que había sido acusado. La sentencia hace mérito del fallo Bahamóndez que otorgó primacía a la libertad religiosa.

Al establecer el nuevo acuerdo de 1992 que el ordinario reemplaza al vicario, el art. V del acuerdo de 1957 queda actualizado en el sentido de que el obispo hereda la jurisdicción del vicario[82], quedando de algún modo legitimada su anterior jurisdicción sobre la Prefectura y la Gendarmería, que no estaban previstas en el acuerdo de 1957. Por su parte, tanto el servicio penitenciario como la policía federal y algunas policías locales han organizado sus propios servicios de asistencia espiritual.

En el art. VI del texto del convenio se 1957 se preveía que el vicario reclutara a su clero. De acuerdo a la Constitución Spirituali Militum Curae el nuevo obispado castrense puede tener clero propio y seminario, a los que hay que agregar los clérigos adscriptos.

El nombramiento de los capellanes, según el art. VII es efectuada en un acto complejo por el cual el obispo designa al capellán luego de obtener la previa aceptación por parte de la autoridad secular, quien después de la designación canónica formula la designación administrativa. Esta intervención estatal comporta otra muestra del régimen residual del antiguo regalismo hoy ya superado por las costumbres, que debería suprimirse por cuanto no encuentra justificativo ni aun considerando el interés político del estado.

En la Argentina no ha habido uniformidad de criterio sobre la atribución del grado militar, por cuanto los documentos organizadores del régimen guardan silencio al respecto, aunque algunos capellanes de la Marina obtuvieron dicho grado[83] invocando que la condición castrense es requisito de embarque en naves de guerra, y las otras fuerzas han seguido el mismo camino[84]. Los estatutos aclaran de un modo expreso que el obispo propio no posee estado militar[85]. Resulta del todo desaconsejable la militarización de la función pastoral castrense y no resulta en modo alguno ni necesaria ni conveniente para el logro de su misión, por lo cual sería oportuna su regularización conforme a la naturaleza espiritual que es propia y específica del ordinariato.

El art. IX refiere distintos supuestos del régimen de los capellanes en materia penal y disciplinaria. Los capellanes castrenses no poseen ningún privilegio para ser juzgados por la justicia ordinaria, requiriéndose una intervención del obispo en orden al mejor cumplimiento de la sanción. En su caso el obispo deberá poner también en conocimiento de sanciones canónicas a la autoridad militar.

La jurisdicción del obispo castrense, prevista en el art. X, es personal, y como así lo declara el art. XI, es cumulativa con el obispo territorial[86], que tiene jurisdicción subsidiaria sobre el pueblo fiel del ordinariato, salvo cuando falten el ordinario o sus capellanes, en cuyo caso el obispo territorial y el párroco del lugar actúan por derecho propio. Como rasgo peculiar se extiende no sólo a los militares sino también a sus cónyuges e hijos, personal doméstico y familiares convivientes. El art. 4 de los Estatutos del obispado castrense incluye en la jurisdicción del ordinariato con criterio amplio a quienes prestan o reciben servicios estables en institutos hospitalarios y educativos militares, todos los fieles que reciben un oficio (en su acepción canónica) del obispo y los militares extranjeros mientras dure su servicio en el país. Si bien la Iglesia católica extendió a los militares retirados la pastoral del ordinariato, ésta circunstancia no está prevista en el acuerdo.

Corresponde puntualizar también que siendo cumulativa, el obispo territorial tiene una jurisdicción subsidiaria y el obispo castrense una jurisdicción primaria y principal cuando se trate de zonas militares. El actual código de Derecho canónico ha modificado la antigua previsión del domicilio en cuanto a la celebración del matrimonio, prevista en el artículo XI, y a la jurisdicción, que corresponde ahora a la del párroco del domicilio de cualquiera de los contrayentes.

La norma del art. XIII plantea la exención al servicio militar por parte de clérigos, seminaristas, religiosos y novicios[87], cuya condición deberá naturalmente acreditarse convenientemente. Pero habiéndose suspendido la ley 17531 de servicio militar obligatorio, mediante la ley 24429 de 1994, que establece un servicio militar voluntario y rentado, el punto ha perdido inmediatez. La nueva ley legisla la objeción de conciencia en esta materia, admitiendo el cumplimiento de un servicio social sustitutivo por un término no mayor de un año. En caso de movilización, los sacerdotes prestan el servicio militar en ejercicio de sus funciones de tales.

La libertad de comunicación del Ordinario está contemplada en el art. XIV del acuerdo, que fue también objeto de una norma específica en el Acuerdo de 1966. Los reglamentos son acordados entre el ordinario y la autoridad civil[88]. El Dto. 1187/97 dispuso la reinserción de la Curia castrense en el ámbito de la Presidencia de la Nación.

El Concilio Vaticano II brindaría un nuevo marco doctrinal al tratamiento canónico de los vicariatos castrenses[89], al definir la diócesis como una porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para ser apacentada con la cooperación de su presbiterio. Como se ve esta definición no menciona el criterio territorial, o sea no toma en cuenta al territorio como elemento constitutivo del concepto. Aunque ni el antiguo ni el nuevo Código de Derecho canónico modificaron la visión tradicional sobre los vicariatos, remitiendo su regulación a la ley particular, estos principios doctrinales fueron recogidos sin embargo en la normativa codicial.

El paso más importante tuvo concreción cuando la Santa Sede, mediante la Constitución apostólica Spirituali Militum Curae transforma a los antiguos vicariatos en circunscripciones eclesiásticas particulares asimilándolas jurídicamente a las diócesis, considerándolas regidas por estatutos especiales. La Constitución llama a estas circunscripciones “Ordinariatos Castrenses” siendo nominadas también obispados castrenses u obispados militares.

No se trata de un mero cambio de nombre, sino verdaderamente de una auténtica nueva concepción sobre la naturaleza de la institución. El Ordinario castrense es ahora un prelado de categoría equivalente a la de obispo con todos los derechos y obligaciones propios de los ordinarios diocesanos, con potestad personal ordinaria, propia y cumulativa incluyendo pertenecer por derecho propio a la conferencia episcopal, las visitas ad limina al Sumo Pontífice, erigir un seminario propio e incardinar a otros clérigos y depende directamente de la Congregación para los Obispos. La jurisdicción del ordinario castrense es personal y se ejerce sobre las personas pertenecientes al ordinariato. Se trata entonces de una jurisdicción propia, pero cumulativa con el obispo diocesano[90]. La potestad del obispo militar difiere de la del vicario en la que la del primero no es vicaria, o sea ejercida en nombre de otro ni tampoco es delegada o sea recibida a título personal y no en razón del oficio[91].

Conclusión

A medio siglo de la firma del Acuerdo de 1957, y en una mirada histórica, parece necesario reconocer aquí por parte de la sociedad civil en primer lugar una deuda de gratitud hacia la Iglesia Católica en la Argentina, así como al gobierno de la Revolución Libertadora y en particular a la persona de nuestro representante en la Santa Sede, el embajador Manuel Río.

Al mismo tiempo, resulta oportuna la reflexión acerca de una posible actualización de la asistencia religiosa a las fuerzas armadas que procura cumplir dicha venerable institución, vista hoy desde una perspectiva multicultural e interreligiosa en su estructura actual como poco adecuada, al menos en algunos de sus aspectos, al contexto de libertad religiosa propia de la sociedad pluralista, y necesitada por lo tanto de una conveniente reforma. No puede desconocerse tampoco que la globalización formula un nuevo contexto y la comunicación ha alcanzado horizontes que constituyen un escenario completamente diverso al existente en los siglos pasados, ampliando las posibilidades de la pastoral de un modo impensable hasta épocas muy recientes.

Constituye una actitud siempre saludable revisar las instituciones humanas y aun las estructuras pastorales que tienen de suyo una naturaleza instrumental y cambiante, y adecuarlas a las nuevas circunstancias globales, puesto que es ajeno al espíritu de conversión inherente al Evangelio eterno instalarse en situaciones establecidas, y mucho menos -como aconsejaba sabia y prudentemente el Concilio Vaticano II, según lo dicho- en supuestos privilegios -aun legítimos- otorgados por el poder civil. En esa misma sensibilidad, se trata de estar dispuestos incluso a resignarlos si así lo exigiere el bien en primer término de la Iglesia, y también, desde luego el bien común, esto es, examinar con honestidad si una institución responde y en qué medida al sentir de la Iglesia, en definitiva al mensaje evangélico, que constituye, quizás hoy más que nunca, una verdadera fuente de liberación, en un contexto de creciente conciencia por parte del género humano acerca de su propia dignidad.

En segundo lugar sería igualmente deseable que el servicio pastoral de las fuerzas armadas revisara ciertas adherencias militaristas ajenas a su naturaleza estrictamente espiritual y fuera despojado de sus anacrónicos y ya señalados resabios regalistas, también igualmente lesivos de la libertad religiosa. En este segundo caso se resiente, como se recordara, la libertad de la Iglesia católica -Libertas Ecclesiae- pero en el primero lo que existe es una lesión o una restricción de la libertad de las demás religiones al vulnerarse el principio de igualdad[92].

Este acuerdo en efecto, se refiere a la cura de almas brindada por la Iglesia católica. Debe entenderse que él en modo alguno impide futuros acuerdos del Estado argentino con otras confesiones religiosas. En efecto, la existencia de otras iglesias y confesiones religiosas en la Argentina habilita la creación de un servicio espiritual más amplio -un camino ya abierto en los últimos años- que incluya y facilite el pleno ejercicio de la libertad e igualdad religiosas a rabinos, imanes y pastores, y en general a cualquier ministro religioso de una religión reconocida que como tal desee libremente realizar su ministerio espiritual en el espacio castrense.

En la medida en que el interés religioso de las personas aparezca con mayor despliegue de su pluralidad, al Estado argentino corresponde esta responsabilidad que ha de atender en el futuro, más allá del ordinariato, para beneficio moral y espiritual de todos los ciudadanos argentinos y en general de todos los habitantes de la nación, sean o no creyentes de una religión. El eje organizador de esta realidad, una vez más, en el inviolable ámbito de las conciencias, es el pleno respeto de la libertad religiosa.



[1] No hay unanimidad entre los autores en lo que respecta a la nomenclatura de los instrumentos internacionales firmados entre la Santa Sede y diversos poderes temporales, en su forma moderna el Estado nacional. En general la denominación de “concordato” se ha empleado para designar acuerdos de carácter amplio cuyos contenidos a menudo han tratado en primer lugar sobre el régimen del patronato o bien de las cuestiones tradicionalmente llamadas (con una nomenclatura que ha caído bastante en desuso) mixtas (res mixtae) como el matrimonio, la educación, y otros. Cuando los acuerdos no son generales u omnicomprensivos de varios contenidos suele denominárselos “acuerdos parciales”, aunque también éstos han sido designados como concordatos. De hecho el embajador Manuel Río, uno de los autores del Acuerdo sobre el Vicariato Castrense que se comenta en este artículo llama a ese acuerdo, así como al posteriormente suscripto nueve años después, “concordato parcial”, uniendo ambas modalidades en una sola expresión. Sobre este punto puede consultarse, entre otros, Juan Calvo, Concordato y acuerdos parciales: Política y Derecho, Eunsa, Pamplona, 1977.

[2] Cfr. Juan Manuel Gramajo, Los acuerdos celebrados entre la República Argentina y la Santa Sede, en Roberto Bosca-Juan G. Navarro Floria (Comp), “La libertad religiosa en el Derecho argentino”, Consejo Argentino para la Libertad Religiosa-Fundación Konrad Adenauer, Bs.As., 2007, p. 66.

[3] En los años ochenta la Santa Sede reemplazó su ordenamiento anterior en la materia por la Constitución Spirituali Militum Curae que organizó el régimen pastoral castrense bajo la figura de los ordinariatos, produciéndose el cambio en nuestro país recién en el año 1992.

[4] En los últimos años los gobiernos han implementado ayuda psicológica para los soldados que regresan de una guerra con el objeto de ayudarles a superar el impacto bélico, a menudo causante de daños irreparables en la personalidad.

[5] Una opinión contraria sostiene que en tiempos de paz no hay una diferencia entre el estado militar y el resto de los ciudadanos ajenos al mismo. Cfr. Iván C. Ibán-Luis Prieto Sanchís, Lecciones de Derecho Eclesiástico, Tecnos, Madrid, 1985, p.155. En el ámbito local sostiene esta postura Fortunato Mallimaci en Mallimaci:“la mayoría de los países no tiene obispo militar”, en http://argatea.blogspot.com. Sobre la pastoral castrense, una obra clásica en nuestro país es Ludovico García de Loydi, Los capellanes del Ejército, Bs.As., 1965.

[6]Por ejemplo,el centurión y San Martín de Tours. En alguna ocasión recordaría Juan Pablo II que su predecesor Juan XXIII revistó bajo bandera como capellán de un cuerpo militar, además de haber prestado servicios en su juventud como soldado conscripto. Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los Vicarios Generales Castrenses (19-IV-84). Cfr. También: Mario Benigni-Goffredo Zanchi, Juan XXIII, Ed San Paolo, Milano, trad.. cast.: Ezequiel Varona Valdivielso, San Pablo, Bs.As, 2000, p. 65 y ss y 124 y ss.

[7] Sin remontarnos a los propios textos sagrados, y para citar un ejemplo reciente, el papa Benedicto XVI, al plantear la lucha del cristiano contra el mal, acota: “Pero en la fe, en la comunión con el único verdadero Señor del mundo, se le han dado las ‘armas de Dios’ con las que -en comunión con todo el cuerpo de Cristo- puede enfrentarse a esos poderes, sabiendo que el Señor nos vuelve a dar en la fe el aire limpio para respirar, el aliento del Creador, el aliento del Espíritu Santo, solamente en el cual el mundo puede ser sanado”. Cfr. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Bs.As., 2007, p.214.

[8] Cfr. Antonio Viana, Complementariedad y coordinación entre los ordinariatos militares y las diócesis territoriales, en “Persona y Derecho”, Suplemento Fidelium Iura de derechos humanos y deberes fundamentales del fiel, 2, (1992), p. 243.

[9] Por ejemplo, el acuerdo con España del 3.I.79 (AAS LXXII (1980)). Ver José María Contreras Mazario, La asistencia religiosa en el derecho concordatario, en AAVV, “Ius Canonicum”, volumen especial, Universidad de Navarra, Pamplona, España, pp.1041-1063.

[10] Cfr. Antonio Viana, passim.

[11] Cfr. Juan Ignacio González Errázuriz, El vicariato castrense en Chile. Génesis histórica y canónica de su establecimiento. De la independencia al conflicto eclesiástico de Tacna (1810-1915). Estudio documental, Universidad de Los Andes, Santiago de Chile, 1996.

[12] Con referencia a la Iglesia católica, el principio de cooperación aparece junto con el de autonomía, según el magisterio del Concilio Vaticano II, como uno de los criterios fundamentales de su relación con el Estado, expresivo del llamado “dualismo cristiano”. Cfr. Pedro Lombardía-Javier Otaduy, La Iglesia y la comunidad política en AAVV, Manual de Derecho Canónico, Eunsa, Pamplona, 1988, p. 791 y ss. Con respecto al Estado y las demás confesiones religiosas, cfr. Javier Ferrer Ortiz, Los principios constitucionales de Derecho Eclesiástico como sistema, en AAVV, “Las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Estudios en memoria del profesor Pedro Lombardía”, Universidad Complutense de Madrid-Universidad de Navarra-Editoriales de Derecho Reunidas, Madrid, 1989, pp. 309-322.

[13] Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, Libreria Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano, 2005, trad. cast.: Conferencia Episcopal Argentina, Bs.As., 2005, punto 425.

[14] Cfr. José Orlandis, La Iglesia Católica en la segunda mitad del siglo XX, Palabra, Madrid, 1998, pp.13-17.

[15] Cfr. Pedro Lombardía-Javier Otaduy, La Iglesia y la comunidad política, en AAVV, “Manual de Derecho Canónico”, cit., p. 786.

[16] Sin ninguna pretensión de exhaustividad al menos no pueden dejar de mencionarse sin embargo sus célebres radiomensajes, en especial el del año 1941, La Solemnitá sobre una distribución más justa de los bienes, y muy en particular su radiomensaje navideño del año 1944 Benignitas et Humanitas sobre la democracia.

[17] Cfr. Andrea Riccardi, Il potere del Papa. Da Pío XII a Giovanni Paolo II, Gius, Laterza & Figli Spa, Roma-Bari, 1988-1993, trad. cast.: Tiscar Espinares Pinilla, El poder del Papa, PPC, Madrid, 1997, p. 39 y 183.

[18] Cfr. José Luis Martínez Albertos, S.S. el papa Pío XII, en AAVV, “Forjadores del mundo contemporáneo”, dirigido por Florentino Pérez Embid, T. IV, Barcelona, 1960, pp. 187-198.

[19] Cfr. Robert Serrou, Pie XII. Le Pape-roi, Librairie Académique Perrin, 1996, trad. cast : Manuel Morera, Pío XII. El Papa-rey, Palabra, Madrid, 1996, p.354.

[20] La encíclica representó una afirmación de la metafísica, cuya ausencia constituye el núcleo del pensamiento contemporáneo y la causa original y radical de su desvarío antihumano.

[21] Cfr. Florencio Hubeñak, La Iglesia del silencio, en Roberto Bosca-José Enrique Miguens (Comp), “Política y Religión. Historia de una incomprensión mutua”, Lumiere, Bs.As., 2007, p.271-307.

[22] Cfr. Pedro Jesús Lasanta, La Iglesia frente a las realidades temporales y el Estado : el juicio moral, Eunsa, Pamplona, 1992, p. 44 y ss.

[23] Cfr. Robert Serrou, op. cit., p. 296 y 397.

[24] Cfr. José Luis de Imaz, Los constructores de Europa. Schuman, Adenauer, Monnet, De Gasperi, Fundación Carolina de Argentina, Bs.As., 2007.

[25] Perón consideraba que Pío XII no simpatizaba con el peronismo y calificaba al Papa como un “Pontífice político”: “no se cuidó de atacarnos en todos los terrenos con una cuarentena que se extendió más allá de nuestra caída” habría expresado amargamente en el exilio. Cfr. Carlos Chiesa, Iglesia y Justicialismo ¿Anatema o reconciliación?, Cuadernos de Iglesia y Sociedad, 10/11, Cios, Bs.As., 1984, p.22.

[26] Cfr. Alberto de la Hera, Introducción a la Ciencia del Derecho Canónico, Tecnos, Madrid, 1967, p. 38.

[27] Cfr. Cayetano Bruno, El Derecho Público de la Iglesia, Artes Gráficas Pío IX, Bs.As., 1956. La obra no se refiere a la asistencia religiosa a las fuerzas armadas, aunque al estudiar los concordatos menciona el tema (T. II, p.342). Posiblemente en razón de la fecha de conclusión de su monografía, las gestiones del embajador Río no aparecen mencionadas, ni se repara tampoco en la posibilidad sobre un acuerdo en la materia castrense. Bruno había escrito otra obra, Bases para un concordato entre la República Argentina y la Santa Sede, exactamente diez años antes de la firma del acuerdo.

[28] Uno de los estudios más certeros sobre este peculiar Derecho puede encontrarse en Pedro Lombardía, El Derecho Público Eclesiástico según el Vaticano II, originalmente publicado en lengua francesa en “Apollinaris”, XL (1967) “Miscellanea in honoris Dini Staffa et Periclis Felici SRE Cardinalium”, I, pp. 59-112, bajo el título Le Droit Public Eccésiastique selon Vatican II, en “Escritos de Derecho Canónico”,

II, Pamplona, 1973, pp. 350-431.

[29] Este podría haber sido el caso del régimen argentino que durante varias décadas no previó el matrimonio de los increyentes sin ningún cuestionamiento por parte de una sociedad civil que parecía inspirarse en los principios cristianos con evidente desmedro de la igualdad en la sociedad política.

[30] Cfr. Carlos María Mendonca Paz Mayol, El Derecho Público Eclesiástico en los Concordatos de la Santa Sede de 1954 a 1994, Thesis ad Doctorandum in Iure Canonico totaliter edita, Pontificium Aetheneum Sanctae Crucis, Facultas Iuris Canonici, Romae, 1997, p. 65 y ss.

[31] Cfr. Carlos María Mendonca Paz Mayol, op. cit., p. 115. Con buen criterio el autor recoge una precisión formulada por Javier Hervada, en el sentido de que si bien los planteos conciliares dejaron de lado -a mi juicio acertadamente- una nomenclatura que se manifestaba obsoleta y desde luego inadecuada para recoger la riquísima identidad de la Iglesia, no por ello caducaría el sentido profundo que ella, con todas sus limitaciones, expresaba: la de constituir una potestad suprema en su orden. Este concepto en cuanto tal no ha sido desde luego derogado en la doctrina de la Iglesia. Su necesario colorario es que de este elemento se desprende el Derecho Canónico como un ordenamiento jurídico primario.

[32] Cfr. Carlos María Mendonca Paz Mayol, op. cit., p. 70 y ss. Cayetano Bruno lo califica de “el más perfecto de cuantos se han estipulado hasta ahora” (T.II, p.365).

[33] Cfr. Pedro Juan Viladrich, Derecho y pastoral. La justicia y la función del Derecho Canónico en la edificación de la Iglesia, en “Ius Canonicum”, 13, (1973), pp. 171-256.

[34] El rechazo al peronismo determinó que mismo nombre de Perón fuera declarado proscripto del lenguaje “políticamente correcto”.

[35] En verdad hubo miembros de la masonería que actuaron no solamente en el gobierno de la Revolución Libertadora sino en el mismo gobierno peronista por ella derrocado.

[36] Pío XI, Bula Quadoquidem Adoranda del año 1957.

[37] Mozzoni reemplazó a Mons. Mario Zanín, fallecido el 4 de agosto de 1958.

[38] Cfr. Angel M. Centeno, Cuatro años de una política religiosa, Desarrollo, Bs. As., 1964, p. 46-47.Lafitte falleció el 8 de agosto de 1959, siendo reemplazado por Antonio Caggiano, quien también había revistado como vicario castrense.

[39] Cfr. Texto del decreto-ley 584 del 18 de enero de 1957 en Angel M. Centeno, op. cit., p. 98-100.

[40] Cuando se anunció la reforma de la Constitución en 1949, los católicos se pusieron en campaña para lograr la supresión del patronato. Cfr. Susana T. Ramella, Algunas interpretaciones en torno al proceso constituyente y a la ideología de la Constitución de 1949, en “Revista de Historia del Derecho”, 32, 2004, 253-335.

[41] Con motivo del la reforma los obispos gestionaron sin éxito el reconocimiento civil del matrimonio canónico. Cfr. Roberto Bosca, Ni vencedores ni vencidos, en “Debate”, 6-X-05, p.43.

[42] La cuestión interesaba a la Santa Sede por cuanto se consideraba que la subsistencia del sistema patronal en el texto constitucional constituía un obstáculo para el ansiado acuerdo. En tal sentido se habían expresado incluso importantes juristas católicos como Pablo Ramella y otros. Cfr. Juan Fernando Segovia, Persona, Estado y Reforma constitucional. Ernesto Palacio, Pablo Ramella y Arturo Sampay, en “Revista de Historia del Derecho”, 32, 2004, p. 384. El Canciller Zavala Ortiz tuvo que vencer las resistencias del Nuncio para llevar adelante las negociaciones tendientes a concretar el acuerdo finalmente firmado por su sucesor. Cfr. Jorge Reinaldo Vanossi, Un estadista de fuste: Miguel Angel Zavala Ortiz, en “Historia”, 97, p. 136.

[43] Cfr. Roberto Di Stefano-Loris Zanatta, Historia de la Iglesia argentina,. Desde la conquista hasta fines del siglo XX, Mondadori, Bs. As., 20900, p. 464.

[44] Cfr. Norberto Padilla-Juan Navarro Floria, Asistencia religiosa a las fuerzas armadas. En el 40 aniversario del Acuerdo entre la Nación Argentina y la Santa Sede sobre jurisdicción castrense, Secretaría de Culto, Bs.As., 1997, passim.

[45] En efecto, el Papa era partidario de establecer Acuerdos jurídicos donde las partes adquirieran derechos y obligaciones a los que consideraba convenientes para gozar de una auténtica Libertas Ecclesiae, aunque no al punto que se le ha adjudicado, con evidente exageración, de poseer una “manía concordataria”.Cfr. AAVV, Nueva Historia de la Iglesia, Madrid, 1984, Cristiandad, Madrid, 1984, p. 484.

[46] Cfr. Pío Cipriotti-Anna Talamanca, I Concordati di Pio XII (1939-1958), Universitá degli Studi di Camerino, Facoltá de Giurisprudenza-Sez. XVI, n7, Dott. A Giuffré Editore, Milano, 1976.

[47] Cfr. Juan Navarro Floria, La libertad religiosa y el Derecho eclesiástico en América del Sur, Ponencia en el Foro Internacional sobre Libertad Religiosa, México, octubre 2002.

[48] Se omite toda referencia histórica sobre la pastoral castrense tanto de la Iglesia universal como de la Iglesia en Argentina. No obstante vale recordar como símbolo de esa historia el nombre de Fray Luis Beltrán, capellán del Ejército de Los Andes.

[49]AAS 43 (1951) pp. 562-564. Sobre Solemne Semper, cfr. Antonio Viana, Territorialidad y personalidad en la organización eclesiástica. El caso de los ordinariatos castrenses, Eunsa, Pamplona, 1992, pp. 67 y ss. Cfr. Juan Ignacio González Errázuriz, Iglesia y Fuerzas Armadas. Estudio canónico y jurídico sobre la asistencia espiritual a las Fuerzas Armadas en Chile, Universidad de los Andes, Santiago de Chile,1994, p. 137 y ss.

[50] Cfr. Dto. 15980 de 1949.

[51] Cfr. María Sáenz Quesada, La Libertadora (1955-1958). De Perón a Frondizi, Histoiria pública y secreta, Sudamericana, Bs. As, 2007, pp. 28 y 140 y ss.

[52] Cfr. Dto. 19707 de 1956.

[53] Cfr.Dto. 7623 de 1957.

[54] Pocos días antes de morir, Río terminó de escribir una magna obra titulada La liberté dans la pensée de l’antiquité greco-romaine et ses résurgences. Ebauche d’une étude historique-philosophique.

[55] Cfr. Carlos Floria-César A. García Belsunce, La Argentina política. Una nación puesta a prueba, El Ateneo, Bs.As., 2006, p. 133.

[56] El gobierno consultaba a De Andrea en los asuntos eclesiásticos.

[57] Cfr. Manuel Río, Concordatos con la Santa Sede y recuerdos de una misión diplomática, en “Anales de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires”, 2ª época, Año XVII, Número 13, Bs. As., 1975, p. 67.

[58] En febrero de 1958 y como reconocimiento a su persona y a su gestión, la Santa Sede otorgó a Manuel Río el grado de Caballero Gran Cruz de la Orden de Pío IX (Ordine Piano).

[59] Cfr. Entre otros, Horacio M. Sánchez de Loria Parodi, Las ideas político-jurídicas de Fray Mamerto Esquiú, Quórum-Educa, Bs.As., 2002.

[60] Este panorama muestra el marco real de la labor desarrollada por Río, ciertamente contrastante con la liviandad con la que en ocasiones se ha tratado la concertación del acuerdo. Así es como se ha llegado a considerarlo un pago de favores del gobierno de Aramburu por permitir que el Vaticano ocultara el cadáver de Evita, atribuyendo erróneamente que, como supuesto premio por su intervención en dicha operación, el sacerdote Francisco Rotjer accediera al mando del vicariato castrense. Cfr. María Seoane-Víctor Santamaría, Evita esa mujer, Caras y Caretas, cuaderno N°5, Fundación Octubre, Bs.As., 2007, pp. 99 y 103.

[61] Cfr. Se ha firmado un acuerdo con la Santa Sede, en La Nación, 29-VI-57, p.1 y Con la Santa Sede se firmó un acuerdo, en La Prensa, 29-VI-57, p. 1. El texto fue publicado en Criterio, 1289, 8-VIII-57, p. 549-550 y puede leerse también en José T. Martín de Agar, Raccolta di concordati 1950-1999, Libreria Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano, 2000, p. 43-45. En un número de homenaje a Mons. Franceschi, Criterio se refirió al acontecimiento. Cfr. El Vicariato castrense, en “Criterio”, 1288, 25-VII-57.

[62] Aprobado por Dto. 7623 de1957, Dto. 12958/57 y ley 14467 de 1958.

[63] Dto. 1526/92.

[64] El texto del acuerdo remite al vicariato (ordinariato) castrense.

[65] Aprobados por Decreto de la Congregatio pro Episcopis del 13-XI-1998.

[66] El reglamento de la Curia fue aprobado por Res. 29/93 de Ministerio de Defensa y la Res. 909/98. La Res.1627 aprueba el reglamento conjunto de los capellanes.

[67] Cfr. Juan G. Navarro Gloria. El Obispado Castrense, en “Criterio”, 24-IV-92, pp. 173-174.

[68] La denominación de obispado, si bien autorizada por la Santa Sede para la Argentina (cfr. Estatutos del obispado castrense, art. 1), resulta equívoca por cuanto los ordinariatos castrenses no son iglesias particulares por no ser originarias, sino circunscripciones asimilables y jurídicamente equiparables a las diócesis en tanto la potestad del ordinario castrense si bien es propia es cumulativa, pero no son diócesis. Cfr. Marta Hanna, Obispado castrense para las Fuerzas Armadas y de Seguridad en la República Argentina, en Roberto Bosca-Juan Navarro Floria (Coord), “La libertad religiosa en el Derecho argentino”, Consejo Argentino para la Libertad Religiosa-Fundación Adenauer, Bs.As. 2007, pp. 211-241.

[69] El ordinario (castrense) puede ser o no obispo. En España, EEUU yBrasil es arzobispo.

[70] Sobre este punto puede consultarse el enjundioso estudio de Gustavo J. Franceschi, ¿Son los obispos funcionarios del Estado?, Junta Central de la Acción Católica Argentina, Bs. As., 1942, que compendia varios artículos de este prolífico autor publicados en el diario El Pueblo.

[71] Ejercieron sucesivamente la función de vicarios Lafitte, Caggiano, Tortolo, Bonamín, Medina, Martina y Baseotto.

[72] En casi todos los concordatos celebrados bajo Pío XI y Pío XII se concede el ius nominationis.

[73] Cfr. SMC, 2,2. Sobre la intervención en el nombramiento. Cfr. Antonio Viana, Territorialidad y personalidad en la organización eclesiástica. El caso de los ordinariatos castrenses, cit., pp. 62-63 y 135 y subs.

[74] Cfr. Mariano López Alarcón, Organización de las confesiones religiosas, en AAVV, “Derecho eclesiástico del Estado español”, cit., p..331.

[75] Cfr. Juan Navarro Floria, Precisiones jurídicas en torno al Obispado Castrense de la Argentina, en “La Ley Actualidad”, 2-VI-05.

[76] Cfr. Gustavo Franceschi, ¿Son los obispos funcionarios del estado?, citado

[77] Cfr.Norberto Padilla-Juan Navarro Floria, op. cit., p.22.

[78] Cfr. Decreto “Christus Dominus”, 20.

[79] Cfr. Carlos Seco Caro, La provisión del arzobispado castrense en el derecho eclesiástico español, en AAVV, “Las relaciones entre la Iglesia y el Estado”, cit. , pp. 479-510.

[80] Cfr. Norberto Padilla-Juan Navarro Floria, op. cit., pp. 22-23.

[81] El Dto. 220 del 2005 deja sin efecto el Dto. 2499/02 sobre el acuerdo concedido a Mons. Antonio Baseotto como obispo castrense y le quita el derecho a la remuneración prevista por la ley civil para dicho cargo.

[82] Como el obispo castrense extiende su jurisdicción a los militares bautizados, queda pendiente la atención religiosa de los militares no católicos: Cfr. Juan Navarro Floria, Precisiones jurídicas…, cit.

[83] Dto. 2113 de 1973. Cfr. Juan G. Navarro Floria, op. cit., p. 39.

[84] Según dispone el Reglamento Conjunto de los capellanes, art. 9º, el capellán castrense podrá revistar con estado y grado militar, incorporado como Teniente Primero hasta el grado de Coronel o equivalente. Cfr. Dto. 1941 del 16-III-73 para la Armada, Dto 5 del 2-I-92 para el Ejército y la Fuerza Aérea.

84 Cfr. Estatutos del Obispado castrense de Argentina, art.8.

[86] Cfr. Antonio Viana, Complementariedad y coordinación entre los ordinariatos militares y las diócesis territoriales, en “Persona y Derecho” cit., pp. 241-273.

[87] En consonancia con el criterio del c. 289 de Código de Derecho canónico. Otras disposiciones legales prevén idéntico derecho para los ministros de otras religiones, no sólo la católica. La ley 17531 exceptúa en el art. 32 inc. 3º a los ministros y seminaristas de los cultos reconocidos oficialmente y en el caso de las autoridades superiores de estos cultos las exceptúa aun en caso de movilización.

[88] El Reglamento fue aprobado por Dto. 5924 de 1958. El Dto. 413/93 deroga el antiguo reglamento y la Res. 29/93 aprueba el nuevo reglamento.

[89] Cfr. Christus Dominus, 43 y Presbyterorum ordinis, 10.

[90] Las características de obispado otorgada al antiguo vicariato provocan una situación peculiar en cuanto el nuevo obispado depende orgánicamente de la Presidencia de la Nación: es una persona de Derecho público pero al mismo tiempo es un organismo centralizado del Estado argentino. Cfr. Juan Navarro Floria, Precisiones jurídicas…cit.

[91]Cfr. Marta Hanna, op. citada, p. 222.

[92] Sobre este tema, cfr. Amadeo de Fuenmayor, Alcance del principio constitucional de igualdad, en “Estudios de Derecho Civil”, II, Aranzadi, Pamplona, 1992, publicado en “Anuario de Derecho Civil” (1983), pp.1327-1341.